A veces los sueños se cumplen. Tendiendo a cumplirse más los que son menos ambiciosos, eso sí. El miércoles, 13 de marzo de 2019, será una fecha grabada a fuego en mi autoestima y la de algunos buenos amigos que nos hemos ido encontrando por la vida.
Durante los largos veranos en los que aún no se tiene carné de conducir, mi grupo de amigos y yo nos sentábamos en los bancos del paseo de nuestro pueblo y hablábamos de cosas que por aquel entonces eran cotidianas en las conversaciones de adolescentes, aunque si algo distinguía nuestra cuadrilla de otras era un palpable interés por la ciencia y la tecnología. En mi caso, quizá buena parte de culpa para hablar de esos temas la tuvieran -por orden cronológico- mi hermana y mi tío Pepe con sus regalos frikis cuando estaba en primaria, la revista Muy Interesante que llegaba religiosamente a mi casa bajo el sobaco de uno de mis hermanos y las suscripciones a la National Geographic -entre otras- de la biblioteca del instituto en la que solíamos quedar para hacer los trabajos de clase. Curiosamente, apenas uno de todos los que éramos podría considerarse alumno ejemplar (sacó matrícula de honor de nota media y terminó siendo -creo recordar- la 3ª o 4ª mejor nota de su promoción de fisioterapeutas). Los demás no éramos tontos, y por aquel entonces sabíamos perfectamente que la constancia no era la mayor de nuestras virtudes, el futuro se encargó de darnos la razón en eso. Pero hablábamos. Mucho. Horas y horas. Las pirámides y Egipto, Roma, neurología, biología, Grecia, química, los nazis, los dinosaurios, física, extraterrestres en pleno apogeo de Murder y Scully... Cuando cambié de cuadrilla por circunstancias propias de la vida que cada uno encarrila cuando se "hace mayor", me di cuenta de lo especiales que eran mis amigos del instituto. Jamás pensé que echaría de menos aquellas conversaciones porque nadie más hablaba de esos temas que a nosotros nos chiflaban, y que puede que hasta fortalecieran nuestro vínculo. Decidí entonces no perder el contacto en la medida de lo posible porque las charlas del resto de gente me llegaban a aburrir, y pensaba que sería normal que en un pueblito cercano a Bilbao lo normal era que no hubiera nadie interesado por la ciencia o la tecnología. Y ya en el pueblo de veraneo, de 300 habitantes, ni les cuento, queridos lectores.
Para mi desgracia, normalicé la ausencia de ciencia en mi entorno, y solo podía añorar todas aquellas cosas de las que hablábamos en los bancos del paseo.
Pasó media vida desde entonces, incluyendo casi 15 años trabajando en un sector que -al menos- me hacía sentir realizado: el aeronáutico. Aprender cómo son y cómo funcionan los motores de los aviones era una de las preguntas que nos hacíamos durante la adolescencia cuando uno pasaba por encima de nuestro pueblo dejando las estelas de condensación. Ya entonces descartábamos que fueran chemtrails. Aquel descubrimiento me hizo incluso quedar con alguno de ellos para garabatearles una sección de motor de avión y explicar lo que pasa ahí dentro -a grandes rasgos-. Aquella época de mi vida terminó y tras el salto al vacío de verme abocado al paro, decidí distraer mi mente. Así fue como hace casi un lustro me metí en este berenjenal que muchos ya conocéis. Un blog, twitter, instagram, Facebook… Leonardo D´Anchiano se encargó de resucitar toda esa curiosidad que siempre tuve latente y empecé a consumir en privado lo que antes hacía en grupo durante mi adolescencia: artículos científicos, libros sobre ciencia, historia... Y sin diferencias notables sobre la adolescencia: lo que buscaba era compartirlo con más gente. Usar la red para aprender, pero también para que del mismo modo que yo aprendía, pudiera despertar la curiosidad en otros. Bendito internet.
De repente, resulta que mi lista de "amigos virtuales" consume la misma mandanga que yo en la web y aunque durante años son poco más que una foto con 140 caracteres a su lado, un buen día se convierten -nos convertimos- en personas de carne y hueso. Lo llaman "desvirtualizar". Los hay profesores de instituto, investigadores, community managers, actores, escritores... Gente brillante con CVs tan apabullantes en comparación al mío como su cercanía para conmigo. Gente potente. Y me encanta estar con ellos, porque no me canso de oírles hablar. Mucho. Entre ellos hay una persona que un buen día se acuerda de mí, del @becarioenhoth y, para mi sorpresa, de Balmaseda, el pequeño pueblo cercano a Bilbao. Hablo de Juan Ignacio Pérez, Iñako (@uhandrea en twitter e instagram), director de la Cátedra Científica de la EHU-UPV, e incansable trabajador por la causa: promulgar la cultura científica en la sociedad. Una persona increíble con la que apenas paso una hora AL AÑO, y que sin embargo se acordó de nosotros ese día. Podía no haberlo hecho.
El pasado miércoles, 25 años después de que sucediera toda aquella historia de los bancos del paseo de Balmaseda, la Casa de Cultura acogía la presentación de un evento -el primero de muchos- sobre una iniciativa colaborativa del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) y la FECyT (Fundación Española para Ciencia y Tecnología). Su nombre es Ciudad Ciencia, y con lo poquito que he tenido que hacer para que llegue hasta mi casa, me siento orgulloso de que los habitantes de mi pueblo tengan la posibilidad de tener especialistas en muy diversos campos de la ciencia que son enviados a Balmaseda para contar sus investigaciones, para hacer teatro en clave científica, para presentar exposiciones o realizar excursiones o talleres como el del chocolate que tuvimos el otro día.
Por muy mal que penséis que lo hacéis en la vida, recordad que no todo tiene que ser aquí y ahora, y que seguramente lo mejor esté por venir. Conoceréis gente fantástica, sonreiréis como un crío cuando veáis que aportáis algo a los demás… y eso es una sensación maravillosa, os lo digo yo.